Montpellier: Alma ibérica en el casco antiguo de Francia
Pasear por Montpellier bajo un cielo limpio y azul —un privilegio casi diario en esta ciudad que presume de más de 300 días soleados al año— es una experiencia que combina luz, color y una energía vital que recuerda, desde el primer paso, a las costas mediterráneas de España. Las calles se llenan de conversaciones alegres, de cafés con terrazas repletas, de plazas que parecen escenarios improvisados para la vida social, y de ese aire de bon vivant que, sin esfuerzo, impregna cada rincón.
Los montpellerinos cultivan un estilo de vida que, aunque innegablemente francés, respira una calidez muy cercana a la española: risas espontáneas en los bares, tertulias que se prolongan durante horas y encuentros fortuitos en callejones empedrados que acaban en invitaciones a un vino o una tapa. La ciudad no solo mira al Mediterráneo geográficamente; también lo abraza en su carácter, su ritmo y su estética.
Una ciudad con ADN aragonés
Para comprender de dónde viene esta afinidad tan natural, hay que retroceder varios siglos. Montpellier fue parte de la Corona de Aragón durante más de 150 años, un periodo que dejó huellas profundas en su cultura, arquitectura y desarrollo económico. No es un dato anecdótico: fue aquí, en un palacio modesto de la rue de l’Ancien Courrier, donde en 1208 nació Jaime I el Conquistador, uno de los monarcas más emblemáticos de la historia medieval española.
Hijo de Pedro II de Aragón y de María de Montpellier, Jaime I creció para convertirse no solo en señor de estas tierras, sino en protagonista de un reinado expansivo que extendió su influencia por el Mediterráneo. Durante su gobierno —y posteriormente el de su hijo, Jaime II de Mallorca—, Montpellier vivió una edad de oro: florecieron las rutas comerciales, se multiplicaron los oficios artesanos y la ciudad obtuvo privilegios que la convirtieron en un importante polo de intercambio cultural y económico.
El corazón medieval de la ciudad, conocido como el Écusson por su forma de escudo, conserva aún la esencia de aquellos días. Sus callejuelas estrechas, llenas de arcos y fachadas de piedra, recuerdan a barrios históricos españoles como el Born de Barcelona. La place de la Canourgue, hoy hogar del prestigioso restaurante Jardin des Sens —galardonado con una estrella Michelin—, era en la Edad Media un punto de encuentro para mercaderes y banqueros que venían de todo el Mediterráneo. Aunque en el siglo XIV la soberanía pasó definitivamente a manos francesas, Montpellier nunca perdió ese pulso ibérico que late bajo su piel.
Rutas por el pasado y presente montpellerino
Una de las huellas más visibles de la época aragonesa está en la Facultad de Medicina de Montpellier, la más antigua del mundo occidental aún en funcionamiento. Fundada en 1220, esta institución atrajo a intelectuales y científicos de toda Europa. Entre sus nombres ilustres figuran Nostradamus, que antes de sus famosas profecías ejerció como médico, el mallorquín Ramón Llull, con su pensamiento adelantado a su tiempo, y el aragonés Arnaldo de Vilanova, médico y teólogo que impartió clases aquí.
Muy cerca, la catedral de Saint-Pierre sorprende con su arquitectura gótica meridional. Sus dos enormes contrafuertes cilíndricos, semejantes a torres defensivas, proyectan una imagen de fortaleza y solemnidad que contrasta con la delicadeza de sus vidrieras. Este estilo, mezcla de elegancia francesa y robustez mediterránea, es un recordatorio arquitectónico de las múltiples influencias que moldearon la ciudad.
Hoy, el centro neurálgico de Montpellier es la plaza de la Comédie. Custodiada por la fuente de las Tres Gracias y el Palacio de la Ópera, esta explanada bulliciosa es un escaparate del espíritu local: músicos callejeros, familias paseando, amigos tomando café y turistas intentando capturar con sus cámaras la esencia vibrante del lugar.
Entre la gloria clásica y la audacia contemporánea
El Arco del Triunfo de Montpellier, construido en el siglo XVII, se erige como una entrada monumental al Parque del Peyrou. Desde aquí, la vista se abre hacia un horizonte que, al atardecer, se viste de tonos dorados y rosados, regalando una de las postales más bellas de la ciudad.
En las salas del Museo Fabre, el arte clásico y moderno se dan la mano. Obras de grandes maestros europeos como Bernini, Monet o Degas conviven con lienzos de Zurbarán, recordando que la conexión cultural entre Francia y España trasciende las fronteras físicas y temporales.
La modernidad también tiene un papel protagonista en Montpellier. El barrio de Antigone, diseñado en los años 70 por el arquitecto catalán Ricardo Bofill, es un ejemplo magistral de urbanismo neoclásico reinterpretado con audacia. Sus avenidas amplias, plazas monumentales y fachadas simétricas crean un escenario que parece dialogar con la historia mientras propone una estética de futuro.
Otros hitos arquitectónicos refuerzan esta vocación vanguardista: el Nuevo Ayuntamiento, diseñado por Jean Nouvel como un prisma geométrico de cristal y acero, y La Nube, un centro deportivo futurista concebido por Philippe Starck, que rompe con cualquier idea tradicional de espacio público.
Una despedida con sabor a nostalgia
Cuando el sol comienza a descender y la luz se vuelve más cálida, Montpellier despliega una magia especial. Las fachadas históricas se iluminan suavemente, las terrazas se llenan de conversaciones y las plazas se convierten en pequeños teatros al aire libre. Es entonces cuando resulta fácil imaginar la ciudad en su época aragonesa, con comerciantes hablando en varias lenguas, estudiantes de medicina debatiendo sobre anatomía y marineros que traían noticias desde puertos lejanos.
Montpellier fue, en su momento, aragonesa, y aunque hace siglos que dejó de serlo, algo de aquella identidad sigue vivo: en su alegría, en su apertura al mundo, en su capacidad de mezclar lo mejor de dos culturas. Basta cerrar los ojos en la plaza de la Comédie, dejar que el murmullo de la gente y el aroma del café te envuelvan, y sentirás que, de algún modo, esta ciudad sigue siendo un poco nuestra.
Montpellier no es solo un destino turístico; es una experiencia sensorial y emocional que mezcla historia, arte, gastronomía y vida cotidiana. Una ciudad que recuerda que las fronteras políticas pueden cambiar, pero los vínculos culturales y humanos permanecen, invisibles pero firmes, en el pulso de sus calles y en el alma de quienes la habitan.